
Volvimos
a coincidir un jueves a la una de la tarde, en el Superama de Eje Central
esquina con Churubusco, dijimos que la cita sería para charlar, pero
precavidos, pedimos prestado un departamento a un buen amigo dentro de la misma
zona postal. Lo esperé frente a las pastas para simular un acto total de
casualidad.
–
¿Por qué en las pastas? –preguntó al encontrarme parada frente al estante.
Sonreí
maliciosa y con una voz apenas audible le contesté a medida que volteaba.
–
Digamos que me deleito con la variedad, con su característica de poder morderla
tierna y firme a la vez.
Él
rio nervioso ante mi coqueteo.
–
¿Llevamos vino? –dijo para sentirse menos tenso.
–
Si quieres, ¿fettuccine o fusilla? –pregunté con los dos paquetes en la mano.
–
Spaghetti. –señaló al darme la pasta mientras reí por su simple elección y
seguimos de largo.
La
lista de víveres se completó al cabo de 30 minutos, un poco de discusión acerca
de nuestro guiso, pero era un buen momento para alardear de mi cocina gourmet:
spaghetti a la arrabiata, filete con guarnición de jitomates provenzal y
chicharos, y pastel de postre. De camino la conversación fue ligera, nada
comprometedor. Ya en el lugar mostró habilidad a tareas poco complejas como el
rebanar, preguntó cómo había aprendido a cocinar.
–
Ensayo y error, como siempre, –mi sensata respuesta.
Los
vapores claros llamaron al fuego el spaghetti, como una ebullición conocida por
ambos desde hace varios años atrás, se desencadeno con el aroma una reveladora
tentación, la de estar de nuevo juntos. Metí el filete en el horno y sólo
quedaba esperar. Propuse poner juntos la mesa; coloqué las servilletas y las
copas, recordé en voz alta.
–
¡Olvide las flores!
–
¡No importa!, –respondió al tomar mi mano.
–
¡Tengo miedo!, –confesé como un impulso.
–
¿Tan mal cocinas?, –señaló con ironía y reímos juntos– se ve de buen sabor –agregó.
Con
la marcha de platos a la mesa se superó el roce, pero troquelamos la plática
con pequeñas bromas ante un nerviosismo que estaba implícito. El olor de la
comida despertó la salivación, aún ardía la salsa al colarla y los dos éramos
parte de la misma exaltación. Cansado del barroco verbal, él dio el primer
paso.
–
¿Qué estamos haciendo? –preguntó al tomarme entre sus brazos.
–
¡Vamos a comer!, ¿no? –señalé nerviosa.
–
¡Te quiero!
Guardé
silencio, comencé a llorar, por primera vez lo decía así, de frente; me amolde
a sus brazos mientras él jugaba con mis cabellos y después de besarme pregunté
como una broma.
–
¿Probaras mi comida?
–
No, ¿te importa?
Abreviado
diálogo dónde se daba por sobreentendido que él pasaría la noche conmigo, y así
fue, mágica y dulce. Con los primeros coqueteos de la mañana me puse de pie, me
adelante a sus deseos y con señales toscas le indiqué que era hora de irse.
–
¿Por qué?
–
Debes irte, tú siempre debes irte pero puedes regresar.
Ya
en la puerta lo despedí con un beso, creo que no abra mejor Spaghetti que ese,
el calentado en un toper dentro del microondas.
Comentarios
Ok, y eso significa que me vas a invitar o sólo lo exclamaste en voz alta?
jajaja
Besos
Besos